viernes, 22 de junio de 2007

Lacriño.

Una vez instalado se sentó sobre la cama, acarició la almohada y miró al techo. Era muy alto y entre la parte superior de la ventana y éste, un pedazo muy feo de pared le extrañaba. No podía creer como la pared era capaz de estar en esas condiciones. La pared se caía a pedazos y dentro suyo los órganos parecían también caerse. Entre los dibujos que se hacían en la pared pudo distinguir un rostro cínico. Una sonrisa con unos ojos que eran una especie de elementos muy diabólicos. Percibía las manchas como figuras raras e incompletas. Y al ver ese rostro supo que estaba totalmente seguro de que estaba solo. Si antes tenía dudas, ya no. Fue como la última repasada que se le da a la mesa antes de asegurarse de que está totalmente limpia. Se puede tener distintas certezas con cosas similares, y eso, pensaba mortificado, lo llenaba de curiosidad.
Arriba, dos caños muy gruesos sobresalían de la superficie de la pared y la lámpara del techo atelarañada, quedaba para su vista en medio de ellos. Lo recorrió un escalofrío aunque fue solo un momento, luego lo abandonó. Cerró los ojos. No recordaba por qué había huido pero sí que había estado bien.
Buscó en su mochila unas llaves, revolvió entre su buzo, unas revistas, bolsas, plata. Tomó entre sus manos una billetera muy rota parecida a la suya, que había dejado en uno de los bolsillos de adentro, y buscó un papel en su interior. Clínica Ingaes. Era una tarjetilla pequeña. Claro. Y un teléfono y una dirección. Las cosas comenzaron a clarificarse un poco. Junto con todo eso un par de boletos de colectivo, que poniéndolos adentro de una de las bolsas de nylon que tenía los dejó a un lado. Volvió a su sitio y volvió a mirar la mancha.
Tanto la había mirado que ya le resultaba muy familiar. Se aseguró de que su mochila esté más o menos ordenada. Este papel de alfajor no, éstos mensajes delirantes de Iván no, estos volantes, todo a la bolsa, que ya era su bolsa de basura. Basura, como en toda su mente, una vieja canción se le subió a la a la cabeza. Un ruido le interrumpió su melodía, era un mensaje de su hermano: devolveme la guita ladri y volve que la vieja esta preocupada.
Una vez más volvió a su lugar en la cama y se echó sentado de costado, y apoyó la cabeza contra la pared y sintió su frío y aspereza casi aliviado de que haya algo donde apoyarse. Estaba cansado en extremo. Respiraba entre cortado y se preguntó qué hacía allí, donde estaría su familia desconocida. Se juzgó una víctima.
En la habitación sólo había una cama, a los pies una silla, una pila de libros con mucha tierra, unos estantes, y un espejo redondo con un marco antiguo de madera. Sus ojos se posaron en el espejo y sonrió. Me fui como un cobarde y pienso que así soy, pensó aturdido, nada más quería unos mangos, y así termina todo. Miró de reojo nuevamente la tarjetilla.
El rostro que se había inventado seguía ahí, y entró más en confianza con él. Le puso un nombre, Lacriño. Lacriño le instó a dormirse con sus ojos de diablo. Ya voy, Lacriño, ya voy. Vamos cobarde, para mañana tenes que ver por donde seguir. Ya no tenes a tu hermanito para robarle.
Durmió entonces, profundo y se sintió bien y Pedrito le aconsejó entre sueños también. Pronto lo vendrían a buscar tarde o temprano lo encontrarían todos.
Lacriño, si ya sé, ya voy. De pronto la pared empezó a caer lentamente sobre él pedazo a pedazo y poco a poco media habitación quedó invadida por lo cascotes. Buscó desesperadamente la mancha, y solo veía la destrucción. Su único amigo había desaparecido. Salió apurado con todas sus cosas, ya muy triste y se hizo paso entre los cascotes. Ya voy Lacriño, ya voy. Leyó un mensaje que había llegado en alguna hora de la noche:
Pato volve porque sino te vamos a ir a buscar…hace todo mas facil y volve a casa.
Ya voy Lacriño, ya voy, pensó y corrió a la deriva.

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