viernes, 29 de enero de 2010

Ciudad.

La ciudad se derrumba como ciudad en llamas,
así llamada, ciudad,en un simple día.

Desde una brasa, desde el silencio de la tarde,

desde el viento eterno y distante,
desde el sol infinito y tibio,
como una llama que todo lo acalora.

Oigo que la muerte llama y enciende el cielo.

La muerte le pide abrigo al despiadado sol. Una vez…

Es el templo que se expande, que esparce su espíritu

entre los hombres que andan.

La ciudad se entrena en la llama de la legalidad,

en la justicia de la que haban los muertos que aun pelean.

En las palabras que dicen los hombres en sus sueños de umbral.

Y se notan sus sonrisas como se nota el horizonte.

Gestos de infantes que dicen más que mil hombres juntos,
sin complicaciones ni sugerencias,

sin elegancia ni posturas. Su temple se desplaza

infeliz, siempre infeliz,
y llama cuando arde el sol del mediodía
y siempre inquieto cuando las nubes suenan.

La urbe se reprocha repetirse en un espacio a cuadros,

caminar por la sombra,
no conocer los rostros que de ella hablan.
La gracia de la muerte ciudad, el desperdicio.
Caminando por sus calles todo lo destrozado,
en ese aire,en las ventanas, en las puertas,
escombros más, restos llama, a nadie dirigidos,
ni a un hombre que no es hombre sino un triste papel,
que juega con las sobras de una boleta llama,
en medio del céntrico milenio.

Todo es llama a una hora del día en que la luz revienta.

Todo es obra. De nadie específico, es de nadie, es mudo,

es sombra perpetua y oscura y repetida,
como una desgastada fotocopia.
Y el hambre se filtra por los huecos
de edificios cansados.
A falta de la plaza me parece un día venir de algún lado,
a donde nadie va, porque solo es parte de un absurdo sueño.

Un día es un día donde algo perdido vaga

en la ciudad de fuego.

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